1
Último año de secundaria. La chica ansiosa por terminar e irse a estudiar. “La niña se nos va del pueblo para Buenos Aires. Se va a estudiar Psicología”. Los padres, entre orgullosos, doloridos, angustiados y hasta atónitos. Cómo decidió irse a estudiar a la capital. A la UBA. Ellos, no obstante, la habilitaron sin siquiera saber cómo era ir a la Universidad, qué era una Facultad, cómo se aprobaban las materias. Era un territorio inhóspito la Universidad. No tanto Buenos Aires, que estaba presente en sus cabezas, en sus charlas, por los medios de comunicación. El obelisco, la Plaza de Mayo, Palermo. La temperatura, los choques, robos, el gobierno, los eventos masivos. Uno no puede no vivir en Buenos Aires algunos minutos al día. Pero la Universidad era otra cosa. El padre había terminado primaria y la madre secundaria en adultos. Aún así operaba el relato del ascenso social vía estudio universitario en esta bendita Argentina. “Vaya a estudiar, los libros pesan menos que la pala”. Esas decisiones eran actos de arrojo, de audacia, en ciertos sectores sociales. Con costo alto. Apostar a algo desconocido, plata, tiempo, emociones. No ganar dinero mes a mes para traer a la casa. Una persona era todo gasto durante un tiempo. Desde otra perspectiva, esa decisión tenía un trasfondo aspiracional, de rasgo conservador, para tener o ser más, al menos simbólicamente. Argentina permitía eso, ser osado y conservador a la vez, en la misma acción, sin tener mucha información concreta sobre el asunto. El relato de la universidad como palanca de ascenso social era el hilo que tiraba de eso.
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Buenos Aires aparece paulatinamente. Se empieza a meter por la ventanilla del colectivo de a poco sin poder establecer taxativamente la frontera . En Cañuelas todo comienza a densificarse. De allí para adelante, sólo el correr de los viajes permite identificar fronteras distritales, paradigmas urbanísticos, escuelas arquitectónicas y hasta crisis económicas. Qué son todos estos lugares. Los ojos de Melania escrolean el afuera. Pasan de un auto tuneado a un galpón de corralón. De un cartel lleno de flechas y nombres de lugares a una pareja sentada en reposeras al lado de la autopista. Filas de personas en una vereda. Unas pelopinchos en la parte delantera de un edificio. Ve las situaciones, todavía no logra interpretarlas. El colectivo se eleva en un tramo de la autopista y los edificios empiezan a copar la escena. Pasan al lado de su vista. La densidad de vehículos aumenta en proporción inversa a la velocidad, que progresivamente disminuye hasta llegar a cero. Queda quieta en la autopista. Casi que puede tocar con sus manos una ventana del edificio o charlar con el señor que está en la cocina, tomando un mate parado. Por la ventanilla abierta del colectivo se mete olor a shampoo de alguien que se está bañando. Si hace el esfuerzo, puede escuchar el agua de la ducha. “¿Qué habrá sido primero, la autopista o los edificios?”. En algún punto de su cerebro entiende que está en la ciudad y que en ese momento comienza su vida universitaria, que todavía no sabe cómo es. Corre más la cortina para observar. Ve tanto que logra un ángulo 180° y su visión transmite las imágenes a sus padres, que perciben los edificios desde arriba de la autopista, sentados en la vereda de casa, tomando el mate de la tardecita. “Soy universitaria, entonces”. “Hija, ya sos estudiante universitaria. Metele nomás”. Lágrimas caen a ambos lados de la transmisión.
3
Primer año universitario. Por qué había elegido Psicología. Esa disciplina era una incógnita, o más bien todo lo contrario. Estaba todo claro. Atender personas que tenían problemas. Resolverle los problemas a la gente, atendiéndola una por una en un consultorio. Así se representaba la psicología en la mayoría del poblador argentino, fruto, en parte, de una larga educación audiovisual, donde esa profesión se mostraba siempre de esa manera.
Melania había tenido una imagen tallada en piedra en su mente desde muy chica. La psicóloga del pueblo venía desde una ciudad vecina una vez por semana a los consultorios de Gigena, la célebre familia médica del pueblo. Llegaba en su auto, bajaba con su maletín y a las horas salía con maletín en mano, subía al auto y partía. En el transcurso de esas horas entraban y salían personas, con la cabeza mirando el suelo. Melania veía esa rutina semanal sentada en el cordón de la vereda de su casa, que estaba enfrente en diagonal a los consultorios. Para Melania, ser psicóloga era eso. Para muchos, era eso. Llegar en un auto con un maletín, meterse en un consultorio, salir a las horas, subirse al auto y partir. Y resolver problemas, o al menos tratarlos. Porque eso se corría en el pueblo: “parece que a los ñatos que van a visitarla, les ha ido mejor”, “Estudió en Buenos Aires, en la UBA”. Las frases representaban el asunto casi como un oráculo, una caja negra que mezclaba medicina occidental y gualichos. Eso funcionaba como anzuelo para que más gente se animara a ir. No era lo científico del procedimiento lo atractivo, sino la idea construida socialmente de un arcano que destrababa mentes y evitaba la locura.
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La formación de Melania en la UBA no cambió mucho su perspectiva sobre la profesión. La niña del cordón de la vereda seguía en la misma posición y veía la misma escena. Graficaba de manera similar la tarea sólo que ahora entendía lo que sucedía adentro. Para ella ya no era un arcano, una caja negra.
Sólo cuando empezó a laburar en diversos ámbitos logró descubrir nuevos caminos para esa profesión. Atender en un hospital, en una unidad sanitaria. Dialogar y acompañar a la gente de un barrio. Trabajar en equipo con otros profesionales, trabajadores sociales, médicos, enfermeros. Desempeñarse en la gestión de la salud, armar proyectos para mejorar la vida de la gente, implementar políticas públicas. La niña del cordón de la vereda se había parado y empezado a mover, adoptando otras perspectivas. Ya no era psicóloga, se había graduado de psicología. Era y se pensaba como una trabajadora de la salud.
Esta situación, no obstante, había traído una tensión a la vida de Melania: su laburo no coincidía con la representación que sus padres tenían de lo que hace una psicóloga. Para ellos, su hija tenía que tener un consultorio y atender gente ahí, de lunes a viernes. Quizá un sábado a la mañana. Tenía que tener un maletín, y en su interior una libreta para anotar las sesiones y no mucho más. Pero esto no se evidenciaba al momento en que Melania contaba su día a día en Buenos Aires. Ya fuera por teléfono o cara a cara en alguna de sus visitas al pueblo, las charlas con sus padres referidas al tema evidenciaban un panel vidriado entre medio que impedía cualquier permeabilidad en las realidades. Melania le contaba su rutina, se detenía en los detalles, en la explicación de sus tareas y en la importancia que revestían, y al finalizar cada itinerario laboral, su padre y su madre decían: “Pero, ¿no atendés?”, ¿No tenés consultorio?”. La roca del esfuerzo caía nuevamente por la montaña.
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La graduación llegó a los seis años de haber empezado. Los padres, una tía y dos primos fueron en colectivo a la ciudad, para presenciar ese momento. A la salida del examen, volaron un par de huevazos, harina y papel picado. Abrazo y llantos. Fotos y risas. Luego se fueron al departamento a que la graduada se sacara la mugre y a comer unos sanguches de miga con gaseosa y cerveza. Alquilaban un monoambiente contrafrente en Boedo, propiedad de una vecina del pueblo que se había comprometido de palabra a garantizar la permanencia durante toda la carrera. Fueron dos contratos de tres años. Ya bañada y cambiada, Melania se dispuso a comer y tomar un vasito de Quilmes. La charla rondaba menudencias del pueblo en la voz del padre y la tía, repasando un casamiento, una separación, la apertura o cierre de un comercio, un nacimiento. A Melania le fascinaba zambullirse y nadar entre nombres de personas, casas, familias, conflictos. Era un agua de pueblo que la sacaba de la ciudad y la cobijaba. Cada tanto hacía unas preguntas para que la tía y el padre profundizaran en el relato o para construir un puente a otra historia. Los primos metían bocadillo también, accedían a mucha información en la escuela. Un ruido de vaso la hizo salir del agua repentinamente. La tía y el padre callaron, los primos se silenciaron incorporando un sanguche a su boca. La madre golpeaba con un tenedor el recipiente de vidrio. Pedía un momento para entregar unos regalos. Del bolso de viaje sacó un paquete. Lo entregó a la graduada. Melania comenzó a despegar el papel. “¡Rompelo!”, apuró el padre. El regalo hizo su aparición: un maletín de cuero y carpincho ¿Sería imitación? “Fijate adentro, que hay más”. Melania metió una mano y tanteó dos objetos, rectangulares ambos. Sacó uno y rompió el papel: una libreta, con una lapicera en un lateral. Sacó el segundo y abrió el papel: una placa de bronce con marco de madera y la inscripción “Lic. Melania Prieto (UBA)”. La graduada levantó la mirada e interpretó una sonrisa. La roca cayó por la montaña nuevamente.
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La noticia ya se esparcía por el pueblo. Unos mensajes de la tía, padre y madre a familiares y amigos, algún que otro posteo en Facebook e Instagram, servían como disparador. La hija de los Prieto se había recibido. Una nueva profesional con raíz en el terruño. En el portal de noticias se replicó la buena nueva. También en la radio aparecieron algunas salutaciones complementadas con pedidos de canciones.
Un interrogante acompañaba a la noticia: se quedará o volverá. “Está trabajando allá”, “Dicen que está cansada de la ciudad”, “Ya hizo experiencia en la ciudad”, “Acá tiene casa asegurada”. Esas variables que familiares y vecinos elucubraban también estaban en la mente de Melania. Y ahora, qué hacer. Podía seguir todo igual, trabajando en capital. De hecho, con el título en mano, o al menos en trámite, cobraría más. También se había hecho de una vida, una rutina que mezclaba lo laboral y social en una sustancia homogénea. Pero Melania sentía que había un contrato tácito, nunca hablado con su familia, en donde uno de sus artículos decía: “Melania Prieto va a ir a estudiar a la UBA y tiene que recibirse”. Esto lo había cumplido, e inmediatamente el contrato hacía aparecer un nuevo artículo debajo en relación al anterior: “Una vez finalizada su carrera de grado, la profesional deberá volver a su pueblo natal”. Y ella había puesto la firma ahí, en un contrato que hacía emerger un nuevo artículo a medida que cumplía con lo estipulado en el anterior. Algo nunca hablado, nunca expresado explícitamente podía funcionar como herramienta ética. Un lenguaje solapado, de gestos, acciones, charlas y hábitos enreverados en torno a la vida y al trabajo, habían tejido un relato de compromisos, entre los que figuraban recibirse y luego de ello, volver al pueblo. El dilema era romper el contrato o ratificarlo con la acción establecida. Y si lo cumplía, qué nuevo artículo aparecería.
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Los bomberos del pueblo son multifuncionales. Apagan incendios domiciliarios, rurales y hasta el rey momo en los carnavales, asisten en accidentes, sacan autos encajados, rescatan gente lesionada en los cerros o perros que se atascan en un caño. De acá para allá todo el año. También disponen sus vehículos para festejos y hacer la entrada estelar de personas célebres que vuelven después de alguna proeza, por ejemplo cuando un ñato sale campeón de boxeo. El autobomba se dispone en la entrada del pueblo, el personaje célebre se sube al techo y con sirena y luces es transportado hasta el centro mientras es vitoreado desde la calle y veredas por la gente. Esto no sucedió cuando Melania decidió regresar e instalarse en el pueblo, aunque sí fue un hecho noticiable. La graduada volvía a su tierra y la gente reconocía y agradecía el gesto, con saludos en la calle, mensajes a la familia y hasta una entrevista radial en el programa de la mañana. El dato llegó hasta el secretario de salud que estaba en la ciudad cabecera del distrito. “Hay una psicóloga que volvió al pueblo”. El municipio andaba buscando a alguien para que atendiera en las unidades sanitarias del distrito y pudiera atajar los problemas de salud mental de la gente. No había muchos profesionales de la disciplina, el sueldo era bajo, había que andar de acá para allá, con el combustible y auto a cuenta propia, nadie quería agarrar. Y traer a alguien de afuera implicaba más erogación porque había que garantizarle vivienda y mejor sueldo. Melania venía como anillo al dedo. Recién recibida, con ganas de agarrar laburo, vivía con los padres.
A los dos meses de llegada, y luego de unas reuniones con el secretario de salud, comenzó a trabajar en el municipio. La tarea implicaba, por defecto, atender por turnos en las unidades sanitarias pero Melania amplió su función realizando talleres en las escuelas, tanto con docentes y estudiantes, charlas en instituciones, actividades informativas en el pueblo y en otras localidades del distrito.
El día viernes 6 de septiembre, Melania recibió temprano un Wtsp del conductor del programa de la mañana de la radio del pueblo, le preguntaba si quería salir en una entrevista con motivo del día mundial de la salud sexual, que era el 7 de septiembre, y para lo cual la Unidad Sanitaria había organizado una actividad en la plaza, que incluía juegos, charlas y folletos informativos. Aceptó. A los minutos entró la llamada. La entrevista abordó motivos del día, importancia y algunos temas vinculados, entre ellos, los métodos anticonceptivos y la interrupción legal y voluntaria del embarazo. La Lic. Prieto aportó información y dejó claro su posicionamiento sobre estos temas e invitó a toda la comunidad a acercarse a la jornada de la plaza al otro día.
La escena muestra en plano cerrado un aparato de radio, del que está saliendo el audio de la entrevista. El conductor la despide y cierra la nota: “Era la Licenciada Melania Prieto, comentándonos sobre el día mundial de la salud sexual y la actividad a realizarse mañana en la plaza del pueblo”. Una mano con el dedo índice extendido ingresa al plano y aprieta un botón con el que apaga la radio. El plano se amplía y comienza a mostrar a la persona, que está sentada en torno a un escritorio. La cámara hace foco en el portanombre de madera con plancha de bronce ubicado al frente del escritorio, donde se lee: “Diácono Víctor Manriquez”, párroco del pueblo.
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El sábado a la mañana el Diácono sólo tuvo que cruzar la calle para llegar a la plaza. La jornada de salud sexual se complementaba con feriantes, por lo que había puestos de comida y artesanías, además de música en vivo.
Compró un bizcochitos y un agua saborizada en el puesto de la cooperadora de la escuela primaria y comenzó a recorrer. Saludaba por aquí y por allá, a algunas personas por segunda vez ya que habían estado en la parroquia compartiendo la Palabra. Se detuvo particularmente para darle la mano al delegado y a quien estaba hablando con él: “Te presento al secretario de salud”. Lo felicitó por la organización y concurrencia lograda y, ya comenzando sus pasos nuevamente, sumó: “Lindo cachengue han armado”. Se detenía a una distancia prudencial de los puestos temáticos de la jornada, lo necesario para escuchar y lo suficiente como para no intimidar ni ser un partícipe de las actividades. Necesitaba explorar a fin de recoger elementos. Funcionar como un espectador flotante, un espíritu.
Por allí vio a un grupo de gente sentado en torno a una jovencita que estaba parada junto a una pizarra blanca. Se acercó y se paró a observar con botella y bolsita en mano. Los temas escuchados en la entrevista de la radio brotaron nuevamente, en voz de esa jovencita y en las voces de personas adultas y adolescentes que participaban de la charla: pastillas anticonceptivas, implante subdérmico, forros, aborto. Se acercó por el costado a donde estaba la jovencita, simulando querer leer lo que se iba anotando en la pizarra. La joven lo vio y reconoció. Víctor Manriquez tuvo una leve certeza de haberla visto de chica. En el portanombre de plástico sujetado en la parte derecha del pecho de la jovencita alcanzó a leer: Lic. Melania Prieto. Ya estaban los elementos suficientes. Cruzó la calle y desde su cuarto en la parroquia llamó por teléfono fijo al sacerdote de la localidad cabecera, que vendría a dar misa de domingo a la mañana al pueblo.
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Melania duerme ese domingo 8 de septiembre por la mañana en su pieza con ventana y postigos de madera que da al patio. Ha bebido alcohol en lo de una amiga del pueblo la noche anterior. Una mezcla viscosa de sed y ganas de hacer pis tensiona para despertar. Una sección de su mente recuerda que en la Facultad ha estudiado los mecanismos del sueño para incorporar elementos externos y así perdurar. Melania, esa mañana, hace operar esos mecanismos a todo motor de manera tal de convertir a su sueño en un agujero negro que todo lo traga e inserta a su actividad. El sueño incorpora las campanadas de la parroquia a la trama para dejarla dormir unas horas más. El sueño incorpora más tarde el ruido de troncos y el crepitar de madera ardiendo en el patio. El sueño incorpora voces y la palabra misa. Hay un señor que la mira. Ahora hay más personas que la miran. Se acercan a ella, se intimida y comienza a correr fangosamente, las personas caminan y aún así no puede ganar distancia. El sueño incorpora el olor a leña quemándose y a carne asándose. La atrapan, la atan y la estaquean junto a la fogata. Ruidos de cubiertos sobre cerámica y líquido cayendo en recipientes se transforman en música rítmica ritual de la escena onírica. Su carne comienza a quemarse. Su visión se enceguece por el fuego y nuevas campanadas rompen el sueño.
Al salir al patio, vio parte del costillar en la estaca y a la familia, incluyendo tía y los dos primos, comiendo. “¿Por qué no me despertaron?”. Siguieron los ruidos de los cubiertos. Se sentó, se sirvió y bebió un vaso de jugo y pinchó un pedazo de carne que estaba en la asadera enlozada rectangular. Masticó y se dejó abrazar por el sol de septiembre. Le llamó la atención el silencio de voces en la mesa, que sólo se interrumpía con cerrados y repetitivos comentarios a boca llena acerca de lo buena que estaba la carne y la ensalada rusa. Los primos parecían estar en capilla conminados a hacer voto de silencio. Más allá de que su leve resaca pedía tranquilidad, deseó que se desatara una conversación extensa sobre algún chusmerío para generar un fondo sonoro familiar que la entretuviera y a la vez no la implicara en participar de forma activa y atenta. No sucedió genuinamente, por lo que decidió tirar de un ovillo que podía funcionar como disparador:
- ¿Fuiste a misa, tía?
- Sí
- ¿Y cómo estuvo?
- Vino el cura de la ciudad.
- Como verás, yo no pude ir. Tenía cosas más importantes.
- Igualmente, Melania, estuviste presente de alguna manera.
Un aguero negro de domingo que todo lo traga.
10
Prieto se bajó de la bici, la dejó con el pedal trabado en el cordón de la vereda y se apresuró a ir al galponcito del fondo a buscar el tarro de pintura blanca y el pincel para tapar lo que vio en el frente de su casa al salir el lunes bien temprano para ir al trabajo. Su señora lo escuchó ir y venir desde el baño, cuya ventanilla daba al pasillo lateral que conectaba patio y frente. Al salir del baño fue a la cocina y vio a través de la cortina de la ventana de frente que tenía un postigo abierto, la figura de Prieto que se ausentaba y aparecía repetitivamente. Cuando salió a la vereda para ver qué estaba haciendo alcanzó a ver las últimas tres letras de las dos líneas que tenía la pintada. La primera línea terminaba en “era”, la segunda en “sto”. La señora vio cómo las letras desaparecían tras la capa blanca rápidamente empujada por la respiración agitada de Prieto que, al terminar, dio unos golpecitos con la culata del mango del pincel para asegurar la tapa del tarro y dijo: “Me hacés el favor de llevar todo al galponcito. Antes, pegale una enjuagada al pincel”. Se subió a la bici y se fue. La señora se metió por el pasillo y comprobó que había que cortar la ligustrina, dejó el tacho y el pincel en el patio, volvió a la cocina, tomó dos mates y se fue al trabajo antes de que su hija se levantara.
Al despertar y mirar el celular, Melania vio que tenía unas llamadas perdidas del contacto que había agendado de la siguiente manera: Laureano A. Sec. de S.
Fue directo a la cocina casi con los ojos cerrados, guiada por el sonido de la radio que siempre dejaban prendida. En el aparato se escuchaban dos voces, una de las cuales era el conductor que la había entrevistado el viernes. La otra salía por teléfono. Al identificar al entrevistado, sus ojos se abrieron del todo como empujados por un torrente de cortisol.
La escena muestra en plano cerrado un aparato de radio, del que está saliendo el audio de la entrevista. El conductor despide al entrevistado y cierra la nota: “Era el Secretario de Salud del Municipio, Laureano Arrazabal, comentándonos los cambios en el equipo, con el ingreso de una nueva psicóloga y la salida de Melania Prieto”. Una mano con el dedo índice extendido ingresa al plano y aprieta un botón con el que apaga la radio. El plano se amplía y comienza a mostrar a la persona, que está sentada en torno a un escritorio. La cámara hace foco en el portanombre de madera con plancha de bronce ubicado al frente del escritorio, donde se lee…
Los mates de ese lunes a la tarde con su padre y su madre tuvieron como protagonista el ruido del aire con algo de agua metiéndose por la bombilla. Sólo una frase se escuchó: “Gigena tiene espacio, no creo que te haga problema”. Melania vio aparecer el siguiente artículo del contrato. “Gracias”, dijo al devolver el mate. Se cruzó y arregló el alquiler del consultorio. Al volver, fue a la pieza y vio el maletín en un rincón, no recordaba haberlo dejado ahí, a la vista. Armó un flyer y lo puso en su estado de Whatsapp y en su Instagram. Si todo andaba bien estaría en el mismo consultorio que de chica imaginaba desde el cordón de enfrente. A la semana ya tenía tres pacientes.