El costo (3 y 4)
Melania veía esa rutina semanal sentada en el cordón de la vereda de su casa
Continuamos con la tercera y cuarta parte de El costo. Dejo la parte 1 y 2 como para refrescarse la cara.
Aunque no parezca, hay una multinacional de producción de contenidos empujando a nivel planetario mi newsletter.
El costo
1
Último año de secundaria. La chica ansiosa por terminar e irse a estudiar. “La niña se nos va del pueblo para Buenos Aires. Se va a estudiar Psicología”. Los padres, entre orgullosos, doloridos, angustiados y hasta atónitos. Cómo decidió irse a estudiar a la capital. A la UBA. Ellos, no obstante, la habilitaron sin siquiera saber cómo era ir a la Universidad, qué era una Facultad, cómo se aprobaban las materias. Era un territorio inhóspito la Universidad. No tanto Buenos Aires, que estaba presente en sus cabezas, en sus charlas, por los medios de comunicación. El obelisco, la Plaza de Mayo, Palermo. La temperatura, los choques, robos, el gobierno, los eventos masivos. Uno no puede no vivir en Buenos Aires algunos minutos al día. Pero la Universidad era otra cosa. El padre había terminado primaria y la madre secundaria en adultos. Aún así operaba el relato del ascenso social vía estudio universitario en esta bendita Argentina. “Vaya a estudiar, los libros pesan menos que la pala”. Esas decisiones eran actos de arrojo, de audacia, en ciertos sectores sociales. Con costo alto. Apostar a algo desconocido, plata, tiempo, emociones. No ganar dinero mes a mes para traer a la casa. Una persona era todo gasto durante un tiempo. Desde otra perspectiva, esa decisión tenía un trasfondo aspiracional, de rasgo conservador, para tener o ser más, al menos simbólicamente. Argentina permitía eso, ser osado y conservador a la vez, en la misma acción, sin tener mucha información concreta sobre el asunto. El relato de la universidad como palanca de ascenso social era el hilo que tiraba de eso.
2
Buenos Aires aparece paulatinamente. Se empieza a meter por la ventanilla del colectivo de a poco sin poder establecer taxativamente la frontera . En Cañuelas todo comienza a densificarse. De allí para adelante, sólo el correr de los viajes permite identificar fronteras distritales, paradigmas urbanísticos, escuelas arquitectónicas y hasta crisis económicas. Qué son todos estos lugares. Los ojos de Melania escrolean el afuera. Pasan de un auto tuneado a un galpón de corralón. De un cartel lleno de flechas y nombres de lugares a una pareja sentada en reposeras al lado de la autopista. Filas de personas en una vereda. Unas pelopinchos en la parte delantera de un edificio. Ve las situaciones, todavía no logra interpretarlas. El colectivo se eleva en un tramo de la autopista y los edificios empiezan a copar la escena. Pasan al lado de su vista. La densidad de vehículos aumenta en proporción inversa a la velocidad, que progresivamente disminuye hasta llegar a cero. Queda quieta en la autopista. Casi que puede tocar con sus manos una ventana del edificio o charlar con el señor que está en la cocina, tomando un mate parado. Por la ventanilla abierta del colectivo se mete olor a shampoo de alguien que se está bañando. Si hace el esfuerzo, puede escuchar el agua de la ducha. “¿Qué habrá sido primero, la autopista o los edificios?”. En algún punto de su cerebro entiende que está en la ciudad y que en ese momento comienza su vida universitaria, que todavía no sabe cómo es. Corre más la cortina para observar. Ve tanto que logra un ángulo 180° y su visión transmite las imágenes a sus padres, que perciben los edificios desde arriba de la autopista, sentados en la vereda de casa, tomando el mate de la tardecita. “Soy universitaria, entonces”. “Hija, ya sos estudiante universitaria. Metele nomás”. Lágrimas caen a ambos lados de la transmisión.
3
Primer año universitario. Por qué había elegido Psicología. Esa disciplina era una incógnita, o más bien todo lo contrario. Estaba todo claro. Atender personas que tenían problemas. Resolverle los problemas a la gente, atendiéndola una por una en un consultorio. Así se representaba la psicología en la mayoría del poblador argentino, fruto, en parte, de una larga educación audiovisual, donde esa profesión se mostraba siempre de esa manera.
Melania había tenido una imagen tallada en piedra en su mente desde muy chica. La psicóloga del pueblo venía desde una ciudad vecina una vez por semana a los consultorios de Gigena, la célebre familia médica del pueblo. Llegaba en su auto, bajaba con su maletín y a las horas salía con maletín en mano, subía al auto y partía. En el transcurso de esas horas entraban y salían personas, con la cabeza mirando el suelo. Melania veía esa rutina semanal sentada en el cordón de la vereda de su casa, que estaba enfrente en diagonal a los consultorios. Para Melania, ser psicóloga era eso. Para muchos, era eso. Llegar en un auto con un maletín, meterse en un consultorio, salir a las horas, subirse al auto y partir. Y resolver problemas, o al menos tratarlos. Porque eso se corría en el pueblo: “parece que a los ñatos que van a visitarla, les ha ido mejor”, “Estudió en Buenos Aires, en la UBA”. Las frases representaban el asunto casi como un oráculo, una caja negra que mezclaba medicina occidental y gualichos. Eso funcionaba como anzuelo para que más gente se animara a ir. No era lo científico del procedimiento lo atractivo, sino la idea construida socialmente de un arcano que destrababa mentes y evitaba la locura.
4
La formación de Melania en la UBA no cambió mucho su perspectiva sobre la profesión. La niña del cordón de la vereda seguía en la misma posición y veía la misma escena. Graficaba de manera similar la tarea sólo que ahora entendía lo que sucedía adentro. Para ella ya no era un arcano, una caja negra.
Sólo cuando empezó a laburar en diversos ámbitos logró descubrir nuevos caminos para esa profesión. Atender en un hospital, en una unidad sanitaria. Dialogar y acompañar a la gente de un barrio. Trabajar en equipo con otros profesionales, trabajadores sociales, médicos, enfermeros. Desempeñarse en la gestión de la salud, armar proyectos para mejorar la vida de la gente, implementar políticas públicas. La niña del cordón de la vereda se había parado y empezado a mover, adoptando otras perspectivas. Ya no era psicóloga, se había graduado de psicología. Era y se pensaba como una trabajadora de la salud.
Esta situación, no obstante, había traído una tensión a la vida de Melania: su laburo no coincidía con la representación que sus padres tenían de lo que hace una psicóloga. Para ellos, su hija tenía que tener un consultorio y atender gente ahí, de lunes a viernes. Quizá un sábado a la mañana. Tenía que tener un maletín, y en su interior una libreta para anotar las sesiones y no mucho más. Pero esto no se evidenciaba al momento en que Melania contaba su día a día en Buenos Aires. Ya fuera por teléfono o cara a cara en alguna de sus visitas al pueblo, las charlas con sus padres referidas al tema evidenciaban un panel vidriado entre medio que impedía cualquier permeabilidad en las realidades. Melania le contaba su rutina, se detenía en los detalles, en la explicación de sus tareas y en la importancia que revestían, y al finalizar cada itinerario laboral, su padre y su madre decían: “Pero, ¿no atendés?”, ¿No tenés consultorio?”. La roca del esfuerzo caía nuevamente por la montaña.
Semana que viene: parte 5 y 6.