Alcanzo a ver una golondrina por la ventana. Viajan miles de kilómetros. Le escapan al frío, para reproducirse. Querrá construir su casa en mi casa. El alero es buen lugar. Traerá barro del arroyo que está a 500 metros. Traerá paja. Hará cientos de idas y vueltas al día. Alimentará a sus pichones cazando bichos al vuelo. En febrero viajarán un largo trayecto otra vez. Todo es desplazamiento.
Soy un nómade. Un nuevo nómade. Ya les contaré. Uno puede ver al nomadismo como caos, como aleatoriedad. Otro puede ver una lógica en su desplazamiento.
Trabajadores golondrinas de las cosechas. Nómades laborales. De un lado para el otro, siguiendo los granos, los frutos, según el clima y la tierra. El nómade se mueve para sobrevivir. Todo es sobrevivencia.
Poblaciones de antaño, otras actuales, que se deslizan sobre un territorio según las condiciones climáticas, según el ciclo de la flora y el movimiento de la fauna de la región. Una familia mongola en este momento levanta sus carpas.
En mi caso es otra forma de nomadismo. Me desplazo por redes sociales, por plataformas de contenido audiovisual, por noticias cotidianas, por imágenes y estilos. Mi nomadismo es quietud. Es un movimiento de un lado al otro para que nada se mueva de fondo.
Mi última decisión: no decidir más. Tengo que ser cauto y humilde respecto a mi inteligencia. Alguien lo es más. Ya no decido moverme, los algoritmos lo hacen por mi, las campañas de marketing, las oleadas de consumo. Mi itinerario anual lo configura un otro y en ese territorio me desplazo, con pocas cosas a cuestas, y encuentro comida que nutre mi vida y extiende la sobrevivencia.
Vuelvo a ver a la golondrina por la ventana. Una vez que ponga el último yuyito seco y meta el picotazo final de barro, una vez que termine su casa en mi casa, y que ya se sienta cómoda y también sus pichones, la destruiré. Destruiré su casa delante de su cara. Filmaré ese momento. Mi nomadismo es matar de mil maneras para poder sobrevivir.