Llegamos al final de la serie de entregas, sumando el 6 y 7. Aquí va completo.
1
En estos días cumplo siete años con el andador. Menos cuando duermo, todo el día estoy junto a él. O está en mis manos o estoy sentada en él. No lo subo a la cama de orgullosa nomás.
La vejez tiene una paradoja: si una envejece mal, con achaques en el cuerpo, principalmente, es probable que ya en la adultez empiece a hacerse sedentaria, se mueva lo mínimo indispensable, luego demande una persona o varias en la asistencia cotidiana para disminuir la probabilidad de accidentes domésticos o viales, como caerse de una escalera por subir a destapar una canaleta o podar un árbol, por andar en bicicleta o por caminar en una vereda oscura. Si una envejece bien y se siente vital física y mentalmente es probable que se mueva más, que ande de acá para allá, que se vaya en bicicleta a hacer mandados y trámites, a visitar gente, que realice actividades deportivas o camine por veredas desniveladas para ir a la farmacia a comprar algún remedio. En fin, se siente que la cabeza y cuerpo van bien, parejos, más allá de la edad.
Así andaba y me sentía yo. Y no reparaba en cuidados, en sutilezas, en precauciones. Pero ese estado saludable aumentaba notablemente el riesgo de accidentes. Y eso fue lo que efectivamente me pasó. De mañana, había ido a la pollería en bicicleta a comprar pechuga y luego a la panadería porque no tenía pan rallado. Iba a hacer unas milanesas para comer al mediodía y congelar el resto. Ya me había dicho mi hija en yunta con la Chili: “Mamá, usá el canasto, para qué lo tenés en la bici”. “Adelita, si querés sacar a pasear la bolsa de mandados, andá caminando”. Pero terca como soy, no les hice caso. Volviendo para mi casa, justo al saludar con mi mano derecha a Marita que salía de la ferretería, la bolsa de mandados rayadita que tengo, de hilo plástico tejido, y que colgaba del lado izquierdo del manubrio, se enganchó en la rueda de adelante. La bolsa hizo tope trabando la rueda y torciendo el manubrio, y mi brazo izquierdo no pudo acomodar el problema, todo se trabó menos yo que salí volando hacia adelante, giré en el aire y caí de costado golpeando con la cadera. Creo que en el vuelo llegué a ver a Marita todavía con la mano en alto en posición de saludo y detrás a lo alto el cartel de la ferretería.
2
Mi casa sufrió, a su modo, la caída en la bicicleta, la rotura de la cadera, la operación y la incorporación del andador. Sus escalones se volvieron rampas, añadiendo cemento o madera y goma en la superficie superior. En las paredes de las rampas, barrales para sostenerse. El teléfono, de tener cable pasó a ser inalámbrico. Lo que estaba en la alacena disminuyó su altura y pasó al bajomesada, o sobre la mesada, el baiut o la mesa de la cocina y sillas. Lo que estaba arriba de la heladera también, no porque no llegara con el brazo, sino porque no lo veía y me olvidaba lo que estaba y la Chili me tiene que hacer acordar y bajarlo.
A la vista, parece que hay más cosas y menos lugar en la casa pero en realidad hay lugar en altura y una concentración en poco espacio. Todo se empezó a amontonar, como en una especie de atracción química de las cosas para reducir mis movimientos.
En nuestra habitación pasamos la ropa que estaba en perchas a los estantes, para no tener que estirarme tanto. La ropa fuera de estación, que estaba en la parte alta del armario, la movimos al placard del cuarto de Sara. Así tengo toda la ropa a mano y a la vista, que es lo importante porque sino una se olvida de lo que tiene.
En el porche se puso un poco de piso de cemento, para que me sea más fácil andar y estar. Dejamos canteritos para el pasto y algunas plantas. El mismo albañil hizo una senda de cemento en forma de óvalo que da la vuelta al perímetro del patio, para que pueda caminar con el andador. La verdad, no la uso mucho, me tira venirme adelante.
El baño tuvo sus cambios. El inodoro está más alto, para no tener que flexionarme tanto. Primero mi hija me compró un suplemento de plástico hueco que se encastra. Luego, como era engorroso ponerlo y sacarlo cuando ella venía, cambió el inodoro por uno más alto y donó el suplemento de plástico a la residencia de ancianos. Quizá lo vuelva a encontrar en algún momento. El espejo lo bajamos otra vez, para poder verme. Digo otra vez, porque ya lo había bajado cuando murió Coco, que era alto y había decidido unilateralmente poner el espejo acorde a su altura. Cuando fuimos a bajar el espejo, ya había un agujero más abajo, con el tarugo puesto. Se había tomado el trabajo. La bañadera la sacamos, pusimos una barral para aferrarme mejor y dejamos el espacio de la ducha todo a nivel del piso, con una parecita para contener el agua, que en un tramo se hace más baja, para entrar con el andador y no levantar tanto los pies. Esa abertura se hizo lo más alejada de la ducha, para disminuir lo menos posible la salida de agua y que se moje el piso.
Nos bañamos juntos con el andador. Me siento en él y el agua cae en mi espalda. Con la misma esponjita que recorro mi cuerpo y mis pliegues, repaso la estructura de él, limpio las articulaciones, sus caños, los intersticios principalmente, donde se junta la mugre. Lo hago como alguna vez lo hice con Coco, cuando todavía teníamos bañadera y él no podía con su cuerpo. Veo cómo las gotas calientes pegan en su piel y se deslizan hacia abajo perdiéndose en la cerámica. Luego cierro la ducha, estiro el brazo derecho y tomo la toalla para secarnos, terminando con el asiento una vez que me paro. Las partes de abajo las seco a golpes de toalla, porque no llego directamente con el brazo. Algo así como hacen en el lavadero de autos de enfrente. Qué cosa rara el cuerpo y las cosas.
3
Ahora el día tiene menos escenas. La escena de cuando me despierto y veo el techo y resto de la habitación, la escena de cuando estoy en el baño sentada en el inodoro, la escena de la cocina y la escena de cuando estoy afuera, en el porche, viendo la gente pasar. El andador hace que no recuerde las escenas de transición de un lado al otro. Sólo registro la escena cuando estoy ahí. La vida en andador hace todo más lento, más pausado, más estático, cada decisión debe pensarse, cada deseo debe explorarse, indagarse, para ver si vale la pena moverse, ir de un lugar al otro, cambiar de posición, molestar al otro. Los momentos son más densos, polentosos. El andador me hizo más reflexiva y disminuyó mi temperamento impetuoso que tenía antes del accidente. Antes yo iba a las cosas, me cruzaba para charlar con el vecino, salía a hacer los mandados y trámites, iba a visitar a alguien al otro lado del pueblo. Ahora la gente viene, las cosas vienen, el tiempo viene.
Mi lugar favorito es afuera, en el porche, sentada en el andador al que até una bolsita donde pongo el teléfono inalámbrico. Afuera dejé la mesita plegable donde pongo un vaso de agua, la taza de té o el mate, las galletitas de agua, algún medicamento. La hora en la que salgo varía según la época del año.
En otoño y primavera salgo a media mañana y me quedo hasta el mediodía, entro a almorzar lo que me guardé de la noche y luego salgo otra vez para disfrutar del sol de la tarde, hasta las cinco. El único problema es que después del mediodía y hasta las cuatro de la tarde, en el pueblo no anda nadie. Sólo algunos niños que pasan en bicicleta, algún que otro perro o los que trabajan en el campo, que suelen almorzar y salir temprano otra vez. Los que están siempre son los chicos del lavadero de autos, una parejita que vino de afuera y lavan en la vereda de la casa que alquilan. Cuando vuelven del trabajo al mediodía, se meten, calculo que deben comer algo y luego aprovechan esas horas de sol para lavar. Hacen uno o dos por día. Si es camioneta, es uno por día. Si es auto, dos por día. Escucho el ruido de la máquina que tira agua, según me dijo la Chili, se llama hidrolavadora, y las marchas adelante y atrás de los autos al subir y bajar la vereda. Luego, la rutina del trapo para secar. Se meten otra vez en la casa y salen nuevamente para su otra jornada laboral de la tarde. A esa hora empieza a moverse un poco todo, la gente vuelve para abrir el comercio, un vecino sale a barrer las hojas o a hacer mandados, gente que va a buscar a los chicos al colegio. Si la temperatura lo permite, me quedo un ratito más de las cinco de la tarde.
En verano salgo tempranito a la mañana y ya a las nueve y pico estoy metida con la casa bien cerradita para que no entre el calor. Vuelvo a salir a eso de las siete de la tarde y me instalo a veces hasta las diez u once de la noche.
En invierno, salgo un poco antes del mediodía si hay sol, y hasta a veces me llevo el almuerzo y le meto de corrido hasta las dos o tres de la tarde. Cuando hago eso, siempre veo pasar a un chico, que parece viene de trabajar. Pasa a eso de la una y cuarto. Por el horario que pasa debe trabajar en alguna de las escuelas de acá o debe venir desde el pueblo de al lado en el colectivo de la una. Viene con una mochila, caminando, con anteojos de sol. Seguro debe vivir para el fondo del pueblo, allá por el campo. Siempre nos miramos y unas veces me saluda y otras veces no. No debe saber qué hacer. Capaz que siente vergüenza de saludarme, o sienta culpa al verme en el andador a la vez que el camina tranquilamente con un buen resto de vitalidad, o sentirá quedar en ridículo ante la potencial mirada de un otro al saludar algo que está ahí quieto, como una cosa. Lo veo seguir camino, veo su mochila, sus piernas medias chuecas hacia afuera, lo sigo hasta que el ángulo del porche no me deja verlo más. Espero ese momento del día, deseo que haya sol para que me permita estar afuera y deseo que ese día no haya faltado al trabajo y que cuando vuelva decida pasar por mi calle. Una vez que pasa, me quedo un ratito más y me meto. El resto del día, el afuera aparece por la ventana, por la televisión o cuando viene la Chili o mi hija.
4
Sara, mi hija. En un baile de carnaval que se hizo en el club del pueblo, conoció a Pedro, se pusieron a noviar y en el transcurso de dos años se mudó a la ciudad con él, se casaron y tuvieron a Ema. Sara está tranquila allá, trabaja en seguros y Pedro administra un campo. Sara viene una o dos veces por semana, a veces con Pedro y Ema, ocasión en la que comemos pastas frescas o un asado que hacemos en el patio. Ema usa la senda de cemento del patio para correr, andar en triciclo, hacer caminar a sus muñecos o a sus padres. También le gusta llenar de agua una regadera de plástico que le hice comprar a la Chili y con eso riega las plantas desde la senda. A veces baja porque no le da el largo del brazo. Le dije que use la manguera, así no tiene que ir y venir. Pero al parecer, eso la entretiene.
Sara nunca se cruza con la Chili, no porque no quieran sino porque se comunican todo por mensajito o llamada. Tienen una relación telefónica para, según Sara, “optimizar el tiempo de sus vidas”. No es necesario las dos al mismo tiempo. Así organizan mi cuidado, y al no ser por su diferencia física, podría pensarse que son una persona. Ambas están al tanto de todo lo de la otra en relación a mi persona. Eso hace que yo pueda llevar conversaciones con Sara a partir de hechos que sucedieron estando la Chili, sin que tenga que aportar información no sabida o explicar el contexto. Lo mismo al revés. Nunca se escucha, “Sí, me contó la Chili”, “Sí, me lo contó Sara”, ese pase de información está dado por hecho. Tampoco yo digo “No sé si te contó la Chili”, “No sé si te contó Sara”. Todo se da por sentado que se sabe y así sucede. Es como hablar con una persona con dos cuerpos.
Sara se ocupa de las compras semanales, de la obra social, de sacar turnos médicos y de las recetas, del dinero y de pagarle a la Chili. Ambas, pero por separado, me llevan a algunos lugares. Puede ser a la plaza, al centro de jubilados cuando hay alguna actividad como el bingo y a la residencia de ancianos. Allí voy a pasar el rato, a hacer y hacerme compañía, son gente que conozco de la vida. Tenemos juegos de mesa, vemos una película, escuchamos música y hasta hemos visto obras de teatro que trae el municipio. A veces, cuando jugamos a las cartas o a la generala, con un abuelo nos tocamos las manos. Es una forma de ser novios.
La Chili está en el día a día, los trámites, cocinar, limpiar, llamar a alguien si hay que arreglar algo en la casa. Viene al atardecer y se queda hasta que me voy a dormir. Con ella tenemos el día a día de los humores. Aprendimos a pelearnos dentro de un marco de afecto o a no perder el afecto en un marco de discusiones. Nos podemos decir alguna barbaridad y todo sigue en camino. Nada se retoma del pasado porque todo fue dicho, a su manera, en su momento. La Chili anda en una motito. Tiene su temperamento, es chispita, chistosa y puede pasar de saludar alguien a los gritos y risas en la calle a frenar, apurar y hasta cachetear a algún pibito que le gritó algo sobre su cola. Eso me contó.
A la Chili la conozco de chiquita. Yo trabajaba en la casa de los Manrique, que tenían el almacén La esquina y que producto de su éxito había derivado en minimercado y estaba casi todo el día abierto. Mi tarea era limpiar, hacer mandados y trámites, cocinar, regar y cuidar el jardín. Cuando llegué una mañana a la casa, estaban Marisa y Carlos con una niña que yo tenía de vista. Se llamaba Victoria. “Después te contamos bien”, me dijeron. Victoria vivía en una casa derruida junto a dos hermanas y dos hermanos más grandes y su madre que tenía problemas de salud. El padre aparecía cada tanto y para quilombo. Una vez, Marisa habló con la madre de Victoria y le preguntó si quería que cuidara al menos de ella, para que pudiera comer regularmente, para que fuera a la escuela y tuviera ropa limpia. La madre aceptó. Victoria no se mudó totalmente, pero pasaba buena parte de su vida en la casa de los Manrique y tenía su cuartito para ella. Entrados en confianza, Victoria se ganó el apodo de la Chili, porque se parecía a la chilindrina. El apodo se le ocurrió al hijo de los Cuartiola, Martín, que venía seguido a jugar con Victoria y a merendar mientras miraban El chavo. A mí me hacía acordar a Estelita, que dios la tenga en la gloria. La Chili adoptó el sobrenombre y a los Manrique. La rutina era casi similar a la de un hijo, salvo cuando dormía con su madre algún día en la semana. Dentro de esa adopción informal, ella me adoptó como a una tercera madre, además de Marisa y la biológica. La Chili no entiende de lugares exclusivos en su corazón. Puede tener al mismo tiempo más de una madre, más de un padre, más de un hogar, más de una adopción, más de una familia. Y la gente así lo entiende, lo siente, lo acepta y lo aprende.
5
Será que me gusta recordar porque siempre me gustó tejer y coser. Con un hilo unir las piezas, o con lana crear una prenda, con prolijidad y parsimonia, para hacer algo con lo cual cobijarme o cobijar a otra persona. Tejer y coser es cobijar. Como ya no puedo hacerlo porque mis manos están entumecidas, mi pulso inquieto y mi vista amarreta, entonces coso y tejo con la cabeza. Recordar me ayuda ver y palpar el hilo de mi vida, que une aquella niña que fui en el campo a comienzos del siglo pasado y esta señora que soy ahora.
Mi papá había heredado el trabajo de su padre en el campo. Teníamos una casita de adobe en la que vivíamos él, mi mamá y mi hermana menor. Teníamos cocina a leña. Allí se cocinaban panes, flanes, carnes, guisos, tortas, se calentaba el agua para el mate cocido y se calentaba la casa. Nos amontonábamos a escuchar su crujir de leña y a ver el fuego por las rendijas. Era el punto de encuentro, lo que luego fue la radio y después la televisión. La casa tenía dos habitaciones, una más nueva, que se hizo cuando nació Estela. Yo tenía 6 años y hasta ese momento dormía en la cocina, que era el lugar más calentito. A la habitación la hicimos nosotros después de que pidiéramos permiso para ampliar la casa. Se hizo una abertura en la cocina, en la pared opuesta a la cocina de leña. Recuerdo hacer ladrillos al costado de la casa, donde la sombra de la pared se juntaba con la del molle. Se había hecho un pozo y allí se tiraba tierra, paja y agua. Agarraba un montoncito y lo ponía dentro de un molde de madera, era como un juego. A cada uno le daba una terminación con una delicadeza que no era necesaria para su función pero sí para su destino: eran regalos suaves que le hacía a Estelita, para que creciera bien y pronto así poder jugar juntas. Mi mamá veía mi lentitud, pero entendía mi interior. Estela era un regalo para mí también.
En casa teníamos chanchos, gallinas, pollos. También hacíamos quinta. Cada tanto venía el señor Atilio que hacía la recorrida por los campos para abastecer las casas. Se compraba azúcar, aceite, yerba mate, harina y otras cosas. Le pagábamos con lo nuestro y otra parte con dinero del trabajo del campo. Si por esas casualidades no llegaba a tener lo que se necesitaba se le podía encargar para la siguiente visita. Recuerdo ese camioncito. Estaba lleno de cosas. Mientras mamá y Atilio bajaban las cosas y chusmeaban un poco, con Estelita nos subíamos al asiento y jugábamos a hacer repartos. Cuando se iba, a veces nos llevaba hasta la tranquera, ahí bajábamos y volvíamos corriendo hasta la casa. Ella ya había cumplido 5 esa última vez. Atilio nos dijo con entusiasmo que venía el circo.
Fui yo quien insistí con ir al circo, porque Estelita no sabía bien qué era. Nunca había ido pero le habíamos contado y también alguna que otra vez jugábamos a hacer números de circo, como malabares, equilibrio y destrezas con animales de la granja. Supliqué varios días para ir. Y un día, ya resignada, la vi a mi mamá con unas telas y vestidos. Me alegré porque era señal que con papá habían decidido que iríamos. Mamá tenía una máquina de coser a pedal. Recuerdo la primera vez que me dejó pisar y hacer fuerza en la máquina para que se moviera. Cuando se aproximaba algún evento en el pueblo, como un baile, festejo o, en este caso, el circo, se ponía en campaña, ya sea para hacer algo nuevo o para llevar a nuevo algo ya usado. Cuando el día estaba lindo, la sacaba afuera y cocía al solcito, silbando algo.
El día del circo, como de costumbre, un buen rato antes del evento, estábamos listos para subir a la carreta y hacer las cuatro leguas hasta el pueblo. Todos de punta en blanco. Mi papá, que había llegado último de hacer en el campo, se había puesto camisa blanca, bombacha celeste, faja y alpargatas blancas. “Viene tormenta”, dijo al salir del baño. Mamá con vestido floreado, unos zapatitos negros. Estelita y yo con un vestido blanco que variaba en tamaño y en detalles de bordado. Ya se había levantado el viento. Subimos a la carreta y vimos la capa gris por detrás. Papá trató de acelerar lo máximo posible para llegar al circo y no ser agarrados por la lluvia. Pero al entrar al pueblo, sucedió. Viento y agua que pegaba de todos los lados. Imposible cubrirse. Tormenta que hace bailar el agua alrededor del cuerpo y las cosas. Recuerdo que pudimos entrar rápidamente porque los del circo hicieron ingresar a la gente sin pedir las entradas. Luego pasaron por los lugares estando adentro. Todos mojados viendo el circo, la tormenta por suerte paró al rato de haber comenzado. La ropa mojada, luego el cuerpo húmedo, luego bajó la temperatura. La vi reír y temblar a Estelita cuando los payasos hacían acrobacias y chistes. Por qué no teníamos nada para abrigarla, para cobijarla. Fui yo quien insistí con ir al circo. Al volver, estuvo en cama varios días, quizá un mes. Del circo a la cama. No hubo más. Una neumonía se la llevó tan niña. Fui yo quien insistí.
6
Estoy segura de que Sara no se va a enojar cuando se entere. Lo va a entender. Tiene su vida bien armada, ella y Pedro tienen trabajo, se hicieron su casa, se ven felices. A Coco no le hubiese molestado, siempre me dijo que él no quería ser algo que estorbara después de su muerte. Fue una decisión que pensé mucho, en las noches, luego de que tuve el accidente. Al fin y al cabo es una relación de toda la vida con la Chili, al menos de su vida. Y de yapa cuando estoy con ella a veces se me viene la imagen de Estelita jugando conmigo en el campo. Creo que dejé de ser hija pero no dejé de ser hermana. La Chili anda de acá para allá, con mi cuidado y con la limpieza de casas, pero eso es irregular y no pagan bien. Los Manrique fallecieron en el transcurso de dos meses. Su otra madre también falleció, las hermanas y hermanos andan de acá para allá, con lo puesto, y la Chili les pasa plata. Con el padre ya se desconocen. Qué lástima que no pudo seguir con la carrera de enfermería. No le faltaba tanto, pero se sacrificaba para viajar, estudiar y sostener dos o tres trabajos. Estaba raquítica.
No quiero volver a operarme. No quiero más curaciones, nuevos medicamentos y estar postrada durante vaya a saber cuánto después. Además, ahora me salió esto del corazón. Y más pastillas. No quiero nuevos dolores ni modificar la altura del andador ni del espejo. No quiero seguir amontonando cosas en la casa, poniendo barrales en las paredes para aferrarme a ellos. No quiero aferrarme más a nada. Quisiera deslizarme en un tobogán.
Es una de las pocas cosas que desde el accidente hasta ahora he hecho a escondidas tanto de Sara como de la Chili. Ninguna lo sabe. Lo hice todo a través de Martín Cuartiola, que se hizo abogado y luego escribano. Él se ocupó. Le di todos los papeles, la información que necesitaba. Yo le iba pagando mes a mes su trabajo. De la jubilación y la pensión, separaba algo para él, aunque no me quería cobrar. A la tarde, cuando estaba sola, se pegaba una vuelta por casa y nos íbamos adentro. Le decía que viniera caminando así no veían su auto estacionado afuera. Un día, hace poco, muy poco, vino a eso de las cinco de la tarde y me dijo, “Adelita, ya está todo. Acá te traje los papeles. Todo resuelto”. Lo dijo con una sonrisa tan pura que me hizo acordar a cuando merendaba junto a la Chili en lo de los Manrique. Dejé mi andador y me sostuve en él con un fuerte abrazo, luego tomamos un té con galletitas. En la televisión, que estaba de fondo, seguían pasando El chavo.
7
¿Por qué estoy viendo este escarabajo tan cerca? Lo veo caminar y pasar frente a mí como pasa la gente caminando frente a casa ¿Por qué tengo la cara contra el piso del porche? No estoy en el andador. Creo que caí del tobogán que tanto deseaba ¿Me verá alguien así acostada detrás de la verja? El lavadero ya cerró. Girando mis ojos veo que prende la luz del alumbrado público. Si pasa alguien, seguro vea el andador ahí solo, abandonado. O capaz que se me vean las piernas a través de la puerta de rejas y se entere que estoy acá tirada. Apenas puedo mover la cabeza, trato de alejarla del piso y veo algo de sangre, no puedo enfocar bien, los anteojos quedaron en la mesita. Vaya a saber por qué me desvanecí. A esta edad los problemas de salud ya no se pueden identificar individualmente, todo es una cosa, un tuco cocinado a fuego lento durante horas, como los que hacía antes.
Quisiera comer un plato de fideos con un tuco de esos. Quisiera amasar. La mesa llena de harina y fideos, a la espera de ser tirados a la olla. El tuco ya hecho, a veces a la mañana temprano, a veces el día anterior, con buena cantidad de carne.
Ya debe estar por llegar la Chili. Escucho el motorcito ese. Los perros de la otra cuadra que le ladran. Es su motito, inquieta, corcoveante, como ella. Pobre Chili, últimamente siempre se encuentra con alguna escena. Ahí subió en la esquina y le mete por la vereda hasta casa. Frena mientras termina de enviar un mensaje de audio. Ya le dije que no ande con el celular mientras maneja. Va a terminar como yo. Ahí me ve. Apurada, al parecer no pone la pata y la moto se cae, la veo desde el piso, tras la reja de la verja. Viene corriendo. “¿Adelita, qué te pasó?” Se agacha y me da vuelta. “Chili”, le digo. “Ya está. Quedate tranquila, Adelita”. Pobre Chili, debe estar pensando que si me muero se queda con un trabajo menos, y de yapa el más estable.
Ay, Estelita. Ay, las cosas, la casa, el campo, ay los hilos, coquito. Estoy en el tobogán y caigo directamente en el tuco. Qué bueno que no me duele nada.
“Quedate tranquila, hija. Está a tu nombre”. Mira el celular, supongo que para llamar a la ambulancia. Se escucha el tono del teléfono marcando. “Chili, está a tu nombre, tranquila”. “Qué Adelita. No entiendo”. “La casa, la casa está a tu nombre”.
Fin