Los hilos de Adelia (1 y 2)
Todo se empezó a amontonar, como en una especie de atracción química de las cosas
Como la calandria azotada por el vendaval, de nuevo se está de vuelta con la publicación de un relato por entregas.
En esta oportunidad, la parte 1 y 2 de Los hilos de Adelia.
Ojalá resulte como leñita seca después de tanta tormenta.
Los hilos de Adelia
1
En estos días cumplo siete años con el andador. Menos cuando duermo, todo el día estoy junto a él. O está en mis manos o estoy sentada en él. No lo subo a la cama de orgullosa nomás.
La vejez tiene una paradoja: si una envejece mal, con achaques en el cuerpo, principalmente, es probable que ya en la adultez empiece a hacerse sedentaria, se mueva lo mínimo indispensable, luego demande una persona o varias en la asistencia cotidiana para disminuir la probabilidad de accidentes domésticos o viales, como caerse de una escalera por subir a destapar una canaleta o podar un árbol, por andar en bicicleta o por caminar en una vereda oscura. Si una envejece bien y se siente vital física y mentalmente es probable que se mueva más, que ande de acá para allá, que se vaya en bicicleta a hacer mandados y trámites, a visitar gente, que realice actividades deportivas o camine por veredas desniveladas para ir a la farmacia a comprar algún remedio. En fin, se siente que la cabeza y cuerpo van bien, parejos, más allá de la edad.
Así andaba y me sentía yo. Y no reparaba en cuidados, en sutilezas, en precauciones. Pero ese estado saludable aumentaba notablemente el riesgo de accidentes. Y eso fue lo que efectivamente me pasó. De mañana, había ido a la pollería en bicicleta a comprar pechuga y luego a la panadería porque no tenía pan rallado. Iba a hacer unas milanesas para comer al mediodía y congelar el resto. Ya me había dicho mi hija en yunta con la Chili: “Mamá, usá el canasto, para qué lo tenés en la bici”. “Adelita, si querés sacar a pasear la bolsa de mandados, andá caminando”. Pero terca como soy, no les hice caso. Volviendo para mi casa, justo al saludar con mi mano derecha a Marita que salía de la ferretería, la bolsa de mandados rayadita que tengo, de hilo plástico tejido, y que colgaba del lado izquierdo del manubrio, se enganchó en la rueda de adelante. La bolsa hizo tope trabando la rueda y torciendo el manubrio, y mi brazo izquierdo no pudo acomodar el problema, todo se trabó menos yo que salí volando hacia adelante, giré en el aire y caí de costado golpeando con la cadera. Creo que en el vuelo llegué a ver a Marita todavía con la mano en alto en posición de saludo y detrás a lo alto el cartel de la ferretería.
2
Mi casa sufrió, a su modo, la caída en la bicicleta, la rotura de la cadera, la operación y la incorporación del andador. Sus escalones se volvieron rampas, añadiendo cemento o madera y goma en la superficie superior. En las paredes de las rampas, barrales para sostenerse. El teléfono, de tener cable pasó a ser inalámbrico. Lo que estaba en la alacena disminuyó su altura y pasó al bajomesada, o sobre la mesada, el baiut o la mesa de la cocina y sillas. Lo que estaba arriba de la heladera también, no porque no llegara con el brazo, sino porque no lo veía y me olvidaba lo que estaba y la Chili me tiene que hacer acordar y bajarlo.
A la vista, parece que hay más cosas y menos lugar en la casa pero en realidad hay lugar en altura y una concentración en poco espacio. Todo se empezó a amontonar, como en una especie de atracción química de las cosas para reducir mis movimientos.
En nuestra habitación pasamos la ropa que estaba en perchas a los estantes, para no tener que estirarme tanto. La ropa fuera de estación, que estaba en la parte alta del armario, la movimos al placard del cuarto de Sara. Así tengo toda la ropa a mano y a la vista, que es lo importante porque sino una se olvida de lo que tiene.
En el porche se puso un poco de piso de cemento, para que me sea más fácil andar y estar. Dejamos canteritos para el pasto y algunas plantas. El mismo albañil hizo una senda de cemento en forma de óvalo que da la vuelta al perímetro del patio, para que pueda caminar con el andador. La verdad, no la uso mucho, me tira venirme adelante.
El baño tuvo sus cambios. El inodoro está más alto, para no tener que flexionarme tanto. Primero mi hija me compró un suplemento de plástico hueco que se encastra. Luego, como era engorroso ponerlo y sacarlo cuando ella venía, cambió el inodoro por uno más alto y donó el suplemento de plástico a la residencia de ancianos. Quizá lo vuelva a encontrar en algún momento. El espejo lo bajamos otra vez, para poder verme. Digo otra vez, porque ya lo había bajado cuando murió Coco, que era alto y había decidido unilateralmente poner el espejo acorde a su altura. Cuando fuimos a bajar el espejo, ya había un agujero más abajo, con el tarugo puesto. Se había tomado el trabajo. La bañadera la sacamos, pusimos una barral para aferrarme mejor y dejamos el espacio de la ducha todo a nivel del piso, con una parecita para contener el agua, que en un tramo se hace más baja, para entrar con el andador y no levantar tanto los pies. Esa abertura se hizo lo más alejada de la ducha, para disminuir lo menos posible la salida de agua y que se moje el piso.
Nos bañamos juntos con el andador. Me siento en él y el agua cae en mi espalda. Con la misma esponjita que recorro mi cuerpo y mis pliegues, repaso la estructura de él, limpio las articulaciones, sus caños, los intersticios principalmente, donde se junta la mugre. Lo hago como alguna vez lo hice con Coco, cuando todavía teníamos bañadera y él no podía con su cuerpo. Veo cómo las gotas calientes pegan en su piel y se deslizan hacia abajo perdiéndose en la cerámica. Luego cierro la ducha, estiro el brazo derecho y tomo la toalla para secarnos, terminando con el asiento una vez que me paro. Las partes de abajo las seco a golpes de toalla, porque no llego directamente con el brazo. Algo así como hacen en el lavadero de autos de enfrente. Qué cosa rara el cuerpo y las cosas.
Continúa la semana que viene.