Estamos utilizando el lenguaje para no entendernos y de paso para hacer un mundo menos lindo. Existe una proliferación de siglas en múltiples ámbitos que necesitan explicarse explayadamente al no ser entendidas por lo que terminan siendo un contrasentido: se tarda más al decir una sigla. En ámbitos institucionales de la educación se hacen competencias para generar siglas. Hay gente que fabrica siglas, se vanagloria de ello. El extremo del deporte: se genera la sigla antes del concepto o conjunto de términos. Frenéticos creando siglas. AFTE, RITE, PPI, MAD, POFA, APD, TED. Todo para un mundo más feo y menos comunicativo, aunque supuestamente más sintético.
Muchas veces los conceptos llevados a siglas son bienintencionados, acogen una buena propuesta, ética, justa, para un mundo mejor, pero la sigla los vuelve tétricos, significantes vacíos, objetos pinchudos en la lengua, que vuelven patético a quien los dice. Una pedagogía del lenguaje que hace más áspero el mundo que vivimos.
Un caso ejemplar en el ámbito de la salud: CPP o COPAP para hacer referencia al contacto piel con piel del recién nacido y la persona que lo gestó. Piel con piel, una situación que, si todo es deseado, se pensaría placentera, representada por esas siglas, por esa secuencia de letras. Siglas que podrían referir a un club de Polonia, a una copa panamericana de fútbol. Nace el bebé, está en las manos del médico, del obstetra, de alguien y lo primero que dice es “hacele CPP” o “no te olvides del COPAP”. Lo primero que escucha el bebé al nacer es eso. Una sigla, lacerante, hierro frío.
Los programas de streaming y de TV también se vuelven adictos al narcótico de la sigla. Hay que llevar todo a dos o tres letras, con un buen logo.
La electrónica, otro universo sigloso. Las puteadas, tironeadas por las siglas en el ámbito de las redes sociales, para escapar a los caracteres y a la censura.
La economía, con siglas en ascenso, rasgo potenciado en su modalidad financiera. Que menos gente entienda de lo que se habla. Que pueda hablar, sí, de valores, indicadores, subió esto, bajo lo otro, se desplomó aquello. Pero no entendemos. Somos ajenos a eso, al menos a intervenir sobre esos elementos. Somos hablados por la economía. Se nos clavan letras, siglas en la espalda.
Funciona en el lenguaje, decían unos compañeros de FSOC (léase efesoc, entiéndase Facultad de Ciencias Sociales) de la UBA (Universidad de Buenos Aires). En dichas ciencias (CS), no aplica tanto la sigla. Allí el lenguaje tiende a ser reacio a la contracción, porque se apalanca en lo reflexivo que necesita despliegue, amplitud, laxitud, para llegar a algo riguroso. Es una especie de rollo que uno lo empuja y se despliega haciéndose cada vez más fino. No recuerdo, ahora mismo, siglas en mi formación en FSOC, salvo esta, claro. Incluso, había nociones o conceptos que se resistían a una traducción. Este término se dice así, en este idioma, y listo. Un profesor aprendió alemán para estudiar a Heidegger.
Hay que militar una exigencia benévola, a lo Pestalozzi. Exijámonos buenamente hablar con menos siglas, sin apurarnos, y si recurrimos a ellas, al menos crearlas bellas, incluso risueñas, que sean musicales, que engloben un sentimiento, un calor de aquello a lo que refieren. Procurar que sean amenas al decirlas y al escucharlas. Sino para qué, es preferible tardar más. Habiendo tantas palabras y tan lindas, y teniendo tanto tiempo. Nadie nos apura. En fin, sin pasteurizar la realidad, pero que suavicen el mundo y nuestra existencia en él.
Ante la inmediatez del dedo publicador, del atajo opinativo, del zarpazo de la sigla, la frase corta y la compresión del mundo, intentar pecar de lerdos, sentarse, apoyarse bien en el respaldo y explayarse, buscar el procedimiento del pensamiento, la lógica del argumento, escucharse a uno decir, dejar hablar a otros y a uno mismo. Desplegarse en el lenguaje y dejarse envolver por él.