… veo que atrás hay un gallinero. Hecho de chapas y de retazos de alambrado. Las gallinas ponen. A veces no mucho porque parece que están nerviosas o con miedo. Hay que tener cuidado porque las comadrejas te hacen un boquete, se meten al gallinero y se hacen un festín. Se tiene que estar atento, como lo hace el collie que cada tanto pasa como vigilante. Le da vuelta a la casa y pispea alrededor del gallinero. No es que quiera a las aves, odia las comadrejas.
Cada tanto un viejo agarra una gallina y le corta el cogote en una lata vieja con un agujero en una de sus bases donde hace pasar la cabeza. Con un cuchillo cortito, casi triangular, bien afilado, la gallina deja de patalear. Observo la acción con una carga de densidad que en un futuro relacionaré a una ceremonia ancestral.
Al lado del gallinero, nacen unos maíces quizá guachos, acariciados por el sol, para darle a las gallinas y para tomar los choclos, hervirlos y comerlos con mayonesa y sal.
Hay un cañaveral que me parece enorme y en el cual temo perderme. Hacemos una choza ahí, que también se recuerda enorme. Ocupación del cañaveral y un baño con forma de pozo que se llega por alguno de sus pasadizos que construyen las cañas.
Se ven unos chanchos y al lado, en el otro corral, unas vacas. Las corro para divertirme. Me miran fijo. Las trato de arrear y empiezan a bordear los alambres del corral como a quien le están dando una buena paliza en un ring de boxeo. El viejo me reta y dice que la leche va a salir agria. No entiende que todavía no entiendo.
Hay pasto. Tanto pasto. Enormes caminos de pasto, amplios, difusos, que se pierden y me pierden, y cada tanto son delimitados por sendas de cemento gris que quizá se hicieron para caminar sobre ellas.
Una higuera que da sombra y da higos. Miro hacia arriba y diviso los que están maduros. Con un palo que tiene en la punta un alambre doblado los engancho y caen al suelo. De ahí al fuentón de chapa. Jugo pegajoso y de blanco leche. El mismo procedimiento para el ciruelo.
Del fuentón a la olla, y de ahí, ya en forma de dulce, las manos de mi madre lo llevarán a la gastada y extensa mesa de madera para que mis manos sucias y pequeñas, en otra ceremonia de la tarde, lleven el pan con dulce y la leche de vaca a la boca de lo que fue mi cuerpo flaco que correrá en patas sobre el pasto, indiferente a los cardos y rosetas, bajo el sol que todavía acaricia el pequeño maizal.