Pocas veces en CABA se escuchan los pasos que uno da. La noche ayuda y en ese transcurrir mis suelas hacían de testigo de lo que iba pisando en las veredas. Son cosas que necesito. El ruido de mis suelas, para inferir por dónde camino.
Llegando al departamento por San Luis, ya casi todo conocido, veo unas piernas que salen de la línea terca y vertical de cemento, acompañadas de una luz. Alguien sentado en la entrada de un edificio, nada raro. Me acerco y ya casi llegando a las piernas, por su apariencia, doy cuenta que era alguien de la calle, un pibe. Está roto. Me chista.
- Euu, loco. Mirá, mirame.
Freno.
- Te cuento una cosa. Si no te gusta te vas.
Con temor. - Bueno, dale.
Y me dice:
- Mirá, tengo tres caras. La primera te la regalo, tomá. La segunda, te la escatimo y quizá te la muestre en un rato. Pero la tercera, la tercera no te la muestro, no te la puedo mostrar, no la sé, no es decible, simbolizable. Hay una tercera cara o máscara, como quieras llamarla, que se creó con un otro, un otro construido en relatos y que te crea también a vos en un sinfín de construcciones y sobredeterminaciones cruzadas, un otro que no podés nombrar, por temor o ignorancia, ese otro que es lo ominoso, es el monstruo inefable, es el antagonismo original que nos constituye y del cual te servís para odiar en esta vida, para odiar a ese otro, a ese que amenaza robarte aquello que nunca tuviste, a ese que temés y que está dentro de vos, soy yo.
Al terminar de hablar, las piernas se habían ido y yo estaba sentado ahí, en el lugar de las piernas, justo cuando una persona pasaba y le dije.
- Euu, loco. Mirá, mirame.
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