Comentario
Un día cualquiera de este año falleció Roberto. Al escribir esto pienso que fui el último en saludarlo en la escuela. Yo estaba en dirección, que está pegada a la puerta de salida. Me miró, tras el vidrio de la puerta, levantó un sombrerito que tenía y me dijo chau.
Roberto tenía bigotes, estaba colorado, como con ganas de explotar, era un transparente cabrón, profesor de matemática, inteligente, de buen leer y recomendar. Con él aprendí algo para siempre: en secundaria, primero construí el vínculo humano. Era un trabajador de la educación. Te hablaba como enojado (¿“el desapego es una manera de querernos”?). Tenía un humor abrasivo. Uno podía charlar y reírse, no es poco. Había tenido algunas operaciones y también frecuentaba algunos excesos. Estaba al corte, al límite.
Lo conocí en la secundaria de Sierra, estaba de preceptor. Me sacó la ficha enseguida y en las previas a las clases y recreos empezamos a hablar de literatura, política, a veces de marxismo y peronismo, y también de política, y otras veces de literatura, de peronismo y de marxismo y a veces de otras cosas. Vivía en Saldungaray, con plena convicción.
Algunas veces cruzábamos mensajes, alguna llamada. Alguna que otra vez nos tomamos unos vinos en su casa. La pandemia frenó todo. Luego dejé de trabajar en Sierra y ya no lo veía. En ese tiempo le conté vía mensajes que tenía escrito un libro. Un día le dejé en su ventana un ejemplar. Luego le compartí otros textos. Disfruté de sus devoluciones y sus buenos pareceres.
Su mala salud hizo que nos reencontremos en saldunga. Trabajando yo en la secundaria, lo mandaron con lo que se suele conocer tareas pasivas. Un oxímoron.
Si a la mañana se retrasaba todos temíamos lo peor. Un día se retrasó y con una compañera fuimos a la casa. Golpeamos puerta y persiana, llamamos un par de veces y apareció su mano colorada por debajo de la persiana. Zafamos. Pero esa buena suerte no podía repetirse por siempre, no puede ser así…
El texto a continuación, que escribí antes de su muerte y que intuyo él leyó (porque se lo envíe), no busca representar nuestro vínculo. Concebí una charla con él como acompañante para desplegar un pensamiento. Hoy vivo en saldunga y el homenaje hacia él es compartir este texto. Salú Rober.
Partida encubierta
Agarró la guitarra y largó tres acordes sólo para sentir su olor y sonido. "Condenada sangre, cosquillea tibia (¡no se puede soportar!)”. La tiró sobre la cama, se abrigó, hundió el resto de vino en su boca y subió al auto.
Manejó hacia el pueblo de al lado. No observó el paisaje, involuntariamente. En el margen inferior del paisaje no visto se podía leer: “A esta hora y en esta época del año, la luz del bajo sol diseña siluetas de sierras por detrás”. Quizá de allí provino esa dicha que en vano y por costumbre humana buscó justificar.
Bajó del auto y se desbloquearon los oídos, volvió el sonido ambiente. Cada tanto caía en que no había escuchado durante un buen rato una vez que volvía a escuchar. El aire llegó a los pulmones y pensó si había respirado en el viaje.
Las piedras de la calle indicaron el movimiento del visitante, luego el pasto algo húmedo y luego la senda media desnivelada de baldosas. Ya estaba ante su puerta. En la reja de la ventana colgaba un tarrito. Pasó directo. Luego de abrir dos puertas, ahí estaba.
De espaldas, con las manos en la mesada, el anfitrión se jactó:
- La silla estaba impaciente y el vaso de vino aburrido. Metele nomás.
- ¿Cómo sabías que iba a venir?
- Siempre pienso que vas a venir, alguna vez le tenía que pegar.
- Te agradezco la honestidad y el reproche.
El anfitrión giró hacia su derecha para incorporar a la visita en su campo visual, dejó sólo la mano izquierda en la mesada, para con la derecha ir dibujando en el aire lo dicho:
- Hablando de honestidad, sabés que con esta situación del coronavirus, todo el mundo te recomienda cosas para ver, leer y hacer. Bueno, yo les digo: “No quiero. No me va a gustar. Seguro es una mierda”.
- Ehh, pero no seas prejuicioso.
- Sos joven. Con el tiempo he achicado casi a cero la brecha entre mis prejuicios y mis juicios. Es cuestión de criterios. Ahorro de tiempo y malos ratos.
El visitante ya tenía su vaso en mano por la mitad.
- Hablando de honestidad, está muy rico para ser vino barato. Vi el tarrito afuera ¿Volviste a fumar?
- Nunca dejé.
- ¿Y para qué mentís?
El anfitrión reanudó el giro a la derecha dejando detrás la mesada y con los dos brazos acompañó:
- Prefiero mudar de virtudes y persistir en los defectos: en este caso ciertos vicios y algunas mentiras y compañías.
- Gracias por lo que me toca – Terminó el vaso y lo alejó arrastrándolo sobre la mesa de pino hasta donde le dio el brazo, en gesto unívoco de querer otro.
- ¿Cuál es el problema de que mienta? El problema de la mentira es porque vos crees en la verdad. Dejá de buscarla y no vas a encontrar más mentiras.
- ¿Y el trago? ¿Y el pucho?
- ¿Cuál es el problema de que me arruine con el trago o el pucho? El asunto es la valoración que hace el resto sobre eso, no la acción en sí. Mirá esa planta, si la meto en un ambiente tropical, se muere. Pero la planta es la misma. El contexto hace al problema.
- Podría adaptarse...
El anfitrión cortó el chorro de la botella que caía en el vaso a medio llenar del visitante y acercó su cara.
- No me jodas. Vos no sabés lo que es adaptarse, nunca tuviste que hacerlo. Sos blanco, varoncito, clase media, universitario. Así cualquiera, todos los entornos te son viables.
- Pero a la larga, esa especie se adapta al entorno.
El anfitrión volvió a la mesada, apoyó los dos puños, se escuchó a la naríz inspirar y le sentenció a la pared pintada de humo y grasa.
- ¡Pero esa planta se muere! Incluso cuando la ves viva, está muriendo, es cuestión de tiempo, ¡zapallo!
- Buee… Todos estamos muriendo de a poco. Es cuestión de dónde ponés el foco, de cómo se conciba la cosa.
- Claro, pero la concepción que se tiene de algo no es inmutable.- Siguió escuchando la pared. - Es relativa a ciertas variables y en este caso concreto, al tiempo. A tu edad la muerte es una entelequia, una especie de pelotita abstracta para jugar, que pasás de una mano a la otra para entretenerte, para divagar, para citar a Borges, para sentirla lejana. En mi caso, esa pelotita es pura materia y está en cada una de las cosas.
Giró la cabeza y miró al visitante – Ahora, ¿vos podés cargar con eso?
En ese momento una sombra interceptó su campo visual y observó al visitante. El gato lo reconoció, maulló un saludo y se acostó en la mesa.
Acto reflejo el visitante fue al otro ambiente donde estaba la computadora para cambiar la música. Solo la pantalla se veía. Tardó en seleccionar, buscaba, pensaba, escribía, borraba, no sabía. Dejó lo que había, sólo bajó el volumen.
Al regresar a la cocina se sentó y tomó el vaso, el gato huyó a su universo oculto. Volvió su audición.
- ¿Me escuchás? ¿vos podés cargar con eso?
- ¿Con qué?
- Con la muerte de alguien. Con la eliminación de algo. Porque a la larga, todo se adapta, todo se modifica, a la larga un pez es un reptil y a la larga el reptil es un ser humano. Pero si lo pensás en la individualidad, es otra cosa. Hay muerte.
- Eso dependerá del contexto mi amigo. – Retrucó el visitante, que ahora tenía otras cartas jugadas en anteriores manos. - No veo a la muerte como un problema en sí.
- Vos porque sos joven – maulló y cerró el juego el anfitrión al sentarse.
En la mesa, dos vasos, unos papeles, celulares y llaves. La partida había terminado, la savia circulaba menos vehemente. Se vieron mejores y débiles. Uno débil en su juventud, el otro en su vejez. Un planta secándose, un brote naciendo. Plantas sembradas en entornos inconvenientes.