Un signo y sus significaciones
“Nadie quiere el estandarte si es lunga la procesión”
En una de las anteriores entregas advertí que la realidad se me presentaba con una velocidad inusitada, violenta, rápida. También digo que esa velocidad hace que el tiempo se ralentice. El tiempo se densifica, al menos desde mi concepción de la vida. Para quienes percibamos lo mismo, la procesión será larga, por lo que creo será necesario pasarnos el estandarte cada tanto para no fatigarse, trabajar en equipo, cada uno desde donde pueda, cuanto pueda y el tiempo e intensidad que pueda, para llegar a destino y en lo posible sin descartar el estandarte en el camino.
A continuación, dos situaciones a partir de un mismo dispositivo que anuncia algo: un signo y sus significaciones (o lo común y lo diverso).
Que Dios los bendiga
En los pueblos es posible reconocer diversas formas de anunciarse en un domicilio para que su morador salga y atienda. Todas ellas, aparte del mensaje directo que indica que hay alguien afuera que espera a ser atendido, emiten un segundo sentido que habla sobre la persona que espera, su relación con quienes habitan la casa y sobre el motivo de la visita. Por ejemplo, si alguien golpea la puerta implica que la persona es conocida y el motivo de la presentación es una visita amistosa, de mate y charla. Si toca la bocina del auto, se reconoce que hay alguien conocido y que pasa a buscar a un otro para ir a cierto lugar; por lo general en este caso se trata de una visita programada. También es posible recibir aplausos, sobre todo cuando la puerta de la casa está alejada, separada por una verja o alambrado, o custodiada por uno o más perros rabiosos; dicha costumbre habla de alguien desconocido o que incluso haya aplaudido a la casa equivocada.
Aquella vez sonó el timbre en casa, un timbre con volumen muy alto, estridente, que emitía un sonido constante mientras era apretado. Aquella vez el timbre se extendió más de lo común, dando la sensación que nunca iba a cortar; su estridencia era más penetrante que lo normal, como si alguien se hubiera afirmado a la perilla con toda su fuerza y el timbre reprodujera en intensidad sonora la presión aplicada. Toda esa información fue procesada por mí en centésimas de segundos y dio como diagnóstico lo siguiente: quien tocaba el timbre no era cercano a la familia y lo que traía como noticia o información era algo serio.
Cuando el timbre cortó, salté de la silla y primerié a mi hermano y a mi vieja para atender. Tenía que tener la primicia. Recorrí varios metros gambeteando muebles, mesas y sillas con la cintura y velocidad de Messi a punto de hacer un épico gol.
Frenando en plena patinada llegué a la puerta y la abrí agitado.
Lo primero que vi fue un rectángulo de tela negra en vertical de cuyo borde inferior salían dos zapatos y del superior una cabeza que dijo:
- Hola querido. Juntá a tus amigos y vénganse a matar unas palomas a la iglesia. Son una plaga, están cagando todo el frente y la vereda y ahora las tengo adentro.
Giró hacia su derecha para emprender la retirada y mientras cruzaba la calle gritó:
- ¡Los espero ehh!
Un niño de pueblo de aquella época tenía algunas pocas autoridades a las cuales no se les podía esgrimir ni siquiera un leve gesto de desacatamiento. El cura era una de esas. Su legitimidad no se fundaba tanto en el temor o en la profundidad y sapiencia de sus sermones, sino en su porte estético, en su sotana, su voz de eco y sus movimientos físicos lentos y precisos.
Una semana antes de su visita nos había echado casi a patadas de la vereda de la iglesia mientras con nuestras gomeras bajábamos unas palomas y algunos vidrios aledaños. Invocaba que esos seres eran creaciones de Dios y que era pecado matarlas, que seríamos castigados por el supremo y no sé cuánto más.
Ahora la situación se había descontrolado. Las palomas, en una especie de migración católica, habían hecho de la iglesia su hogar, su templo, no se querían ir, aumentaban en número, cada vez se adueñaban de más espacios, en principio externos y luego internos, y todos estos eran arruinados por sus desperdicios. Ya casi no se podía celebrar la santa misa por el ruido que hacían con sus cantos y aleteos y también porque los feligreses eran bendecidos por santos regalos que caían desde el techo. Muy poca gente iba, sólo los practicantes más fervientes, que para no perderse los sermones del padre asistían con paraguas.
Era la una de la tarde, el pueblo estaba totalmente quieto, en la calle el único que estaba era el sol. Con un grito avisé que me iba, agarré la bici y salí de recorrida para reclutar a quienes serían los soldados de esta santa misión.
Cuando llegué a lo del chino, él estaba afuera sentado en el cordón comiendo un mandarina y raspando una lata de gaseosa en la parte superior, para sacarla y así fabricar un vaso. Le conté la misión e inmediatamente aceptó. Se metió en la casa y al rato salió con la bici, la gomera y una bolsa de arpillera para meter piedras.
Pasamos por lo del gordo y después por lo de Javier. Los dos aceptaron sin prestar mucha atención, casi por costumbre. Ya estábamos los cuatros con una gomera cada uno, rumbo a la estación de trenes para abastecernos de municiones. Atravesando un alambrado roto nos metimos en las vías y empezamos a juntar piedras, no muy grandes ni tampoco tan pequeñas, lo más simétricas posible para que fueran precisas y fácil de agarrar en la onda. Llenamos poco menos de media bolsa de arpillera porque pesaba mucho; los demás cascotes los repartimos en los bolsillos y medias de cada uno.
Al llegar a la iglesia el padre estaba afuera baldeando la vereda. Largó todo y nos llevó para adentro; la idea era despejar lo antes posible el salón principal para poder retomar con normalidad las misas, y luego nos ocuparíamos de afuera. Nos mostró las zonas afectadas en el interior, habilitó todos los accesos internos con el fin de tener el total de ángulos para disparar, y por último nos recomendó:
- Traten de no bajar ningún santo.
Cuando se fue quedamos solos, en silencio, bajo la misericordiosa mirada de nuestro salvador; sólo se escuchaban nuestros pasos, los gorjeos y aleteos de las palomas y la bolsa de arpillera que era arrastrada por el chino.
Nos pusimos en ronda y nos repartimos piedras. Cada uno se ocuparía de un ángulo del templo. Tomamos posición y a la cuenta de tres empezamos en simultáneo a sacudir a las palomas que estaban a la vista, algunas cayeron y otras junto a las ocultas salieron a revolotear ante el ruido de los cascotes contra las paredes. No sabían para dónde salir, daban vueltas desesperadamente buscando un hueco o una salida, algunas más orientadas percibían el claro que entraba por la puerta principal que el padre había dejado abierta a propósito y rajaban por ahí. El ruido era enloquecedor, y nosotros teníamos que esquivar a las pobres aves que, perdidas, nos encaraban a la cabeza.
La represión habrá durado una media hora, las que no caían las íbamos arriando hacia la salida. Creímos deshacernos de todas, ya sea acertando en el tiro o haciendo que se fueran, quizá quedaría algún pichón y huevos en los nidos. El saldo fue algunas paredes marcadas, algún que otro vidrio roto y varios cuerpos en el piso.
Informamos al padre el resultado de la primera cruzada e inmediatamente, siempre con su proceder medido, nos acompañó hasta una escalera en forma de caracol que llevaba a la terraza. Nos dijo que subiéramos solos, andaba mal de las rodillas. Cuando llegamos al final de la escalera, miré hacia abajo y vi al padre que se asomaba y nos miraba entre aterrado y esperanzado ante tal situación. Creo que para exculparse nos gritó y ordenó:
- ¡No se vayan a caer ehh!
El proceder en el techo fue igual de efectivo, logramos deshacernos de todas las palomas, las que se salvaron de la muerte se iban a refugiar a los árboles de la plaza y las que no las arrojábamos desde el techo a la vereda donde el cura las metía en una bolsa.
Cuando bajamos, el padre nos felicitó dibujando la cruz con su dedo en la frente de los cuatro y agregó:
- Que Dios los bendiga.
Habíamos cumplido con nuestro deber. La iglesia estaba libre de palomas intrépidas.
A la semana, mientras pasaba en bicicleta por la vereda de la iglesia vi a un señor hablando con el padre, quien al verme, levantó el brazo derecho y me llamó para que fuera. Me acerqué y quedé parado al lado de ellos con la bici entre las piernas, el padre le comentó orgulloso al señor:
- Este es el pibe de las palomas.
Y luego, mirándome y poniendo su palma sobre el hombro del señor, me lo presentó:
- Él es el intendente.
El señor puso su mano en mi cabeza y mientras revolvía mis pelos dijo:
- Bien pibe, bien.
¿Para qué?
¿Para qué escribo? Básicamente para trascender. Hace un tiempo no lo quería reconocer, me quería hacer creer que estaba por fuera de esa tendencia humana. Como si creer fuera una cuestión de elección. Bueno, no es así.
De adolescente pude haberme concebido como futbolista o voleibolista. Ambas con una probable proyección profesional, pero no quería. No me imaginaba como deportista, todos los días hacer ejercicio, andar por ahí. No quería dejar mi vida de ese momento. Sabía lo que no quería. Lo demás fue encontrar o inventar razones para justificar decisiones y presentes.
Un día me dijeron que podía irme a probar para jugar al fútbol. El tino y yo. El tino Costa. En ese momento jugábamos en la selección 85 de Las Flores, un buen equipo. Llegamos a la final y la perdimos con Miramar, de visitantes. Jugué casi todo el campeonato con el brazo vendado porque le había tirado una brazaso a mi hermano y me lo había parado con el suyo. Antebrazo contra antebrazo, ganó el suyo.
El tino tenía hambre de jugar, yo con eso me conformaba. Jugar ahí, no mucho más.
Recuerdo un día que fue Marcelo Lacave a casa, el DT de esa selección, un fin de semana al mediodía, para hacer la convocatoria formal para que me fuera a probar. Un buen tipo. Tocó timbre, un timbre fuerte, atronador, que anunciaba a toda la cuadra e impelía a tomar decisiones. Yo estaba en la cocina, con papi y mami. Les dije que no quería saber nada. Me escucharon. Mi viejo, atinado y, supongo, con dolor, lo atendió afuera e imagino, por los resultados, que le comunicó mi sentencia. No recuerdo más hechos, sólo alivio, orgullo y amparo. Por eso escribo, por trascender no haciendo lo que no quiero y también por orgullo y por amparo ante la insistencia irremediable e invencible de la soledad.